
Desde niño he escuchado a los adultos quejarse de los más jóvenes. Seguro que, cuando esas personas tenían menos edad, también se quejaban de ellas. Puede que, en muchas épocas, haya existido una queja común hacia las generaciones anteriores. Solemos recurrir fácilmente a decir que, en nuestra juventud, las cosas eran mejores.
Esa afirmación debe ser fruto de la nostalgia, de una etapa de la vida vigorosa, creativa, enérgica, divergente, saludable, que nos hace decir acríticamente: “todo tiempo pasado fue mejor”. Digo acríticamente porque, en el pasado —tal como lo hemos ido descubriendo—, por ejemplo, en el ámbito de la educación, había muchos maltratos, golpes, humillaciones, castigos innombrables, etc.
Hoy, los jóvenes estudiantes no sufren tal violencia. Además, pueden ser más espontáneos y menos temerosos frente a la autoridad.
Sin embargo, en el ámbito de la educación, creo que sí pueden presentar una diferencia con los estudiantes del pasado: los de ahora tienen un celular en sus manos y mayor acceso a la información. Esta ventaja ha potenciado la soberbia y la altivez que, de por sí, tiene la juventud. La soberbia se manifiesta en la relación con los docentes, que no son escuchados.
He presenciado escenarios en los que los profesores hablan y solo retorna el eco al chocar con los muros. En muchos casos, los estudiantes no están dispuestos a escuchar ni a prestar atención. Consideran que, porque tienen acceso a la información, poseen conocimiento y sabiduría. No obstante, están errados. La educación no es acumulación de datos, ni información fría y seca. El filósofo argentino Hugo Mujica propone que la educación es permitir que la vida entre en nosotros.
La información, por sí misma, no actúa como una mediación con la vida. En cambio, el diálogo entre docentes y estudiantes sí puede hacer que la educación sea un puente para comprender, pensar, dudar, criticar y construir. La educación es un acto humilde que implica atención: hacer el esfuerzo de escuchar y analizar. Educarse implica una dificultad porque requiere compromiso y esfuerzo. En cambio, la información —especialmente como se da ahora— no exige esfuerzos; está hecha para consumirse y olvidarse. Se usa para estimular la dopamina y hacernos adictos.
Finalmente, la información a la que tenemos acceso a través del teléfono está mediada por el algoritmo, que impide enfrentarse a lo diverso y a lo retador. El algoritmo reafirma nuestros dogmatismos, prejuicios y fanatismos. Por el contrario, el encuentro atento con los docentes y con los demás estudiantes puede facilitar otras comprensiones, ya que nos confronta con posturas contrarias a las nuestras y nos reta a construirnos de otra manera. Así como lo han dicho muchos antropólogos: soy, porque somos.
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