
La primera vez que escuché hablar de Pepe Mujica fue en el año 2013. Vivía en un pueblo al norte de Estados Unidos llamado Bemidji. En este lugar, como en muchos otros de ese país y del mundo, había personas cuyo plan era salir de compras, go shopping. Una verdadera religión del consumismo.
En ese contexto, me llamó la atención que lo primero que leí sobre Pepe Mujica decía que era «el presidente más pobre del mundo». Leí una entrevista que le hicieron y, en ella, él decía que no entendía por qué lo llamaban pobre. Enfatizaba en que pobre no era quien no tenía algo, sino el que más necesitaba, el que más dependía de las cosas.
Esto me impactó, porque al observar ese desenfreno en las compras —no solo en ese lugar, sino también en centros comerciales de Colombia— y al notar ese deseo de aparentar a través de lo que usamos, pensé que, en realidad, los verdaderos pobres somos quienes más necesitamos, quienes creamos necesidades constantes, nuevos ídolos.
Estoy seguro de que Pepe Mujica no hacía una oda a la pobreza ni a la miseria. Combatirlas fue su gran lucha. Tanto así que dedicó su vida a la causa política: primero, desde los referentes de su época; después, con la reconciliación y la no retaliación; seguido a ello, con la presidencia de Uruguay; y, por último, con el final de su gran obra de arte: él mismo.
Tal vez lo más importante que nos dejó Mujica fue la enseñanza de que, aunque cambien las estructuras políticas y sociales, lo que más se necesita es transformarse a uno mismo.
Recientemente, leí un texto escrito por Martín Caparrós en el medio español El País. En él, Caparrós decía que Mujica nos enseñó muchas cosas. Entre ellas, que existe un estereotipo según el cual personas como él, sencillas, que viven con lo necesario, no pueden llegar a cargos tan dignos como la presidencia. Mujica desvirtuó esa idea.
También nos demostró algo más: que llegar a un cargo de ese nivel no significaba dejar de ser quien era. No cambió su estilo de vida. Siguió siendo, como todo el mundo sabe, una persona sencilla, que vivía en su pequeña chacra a las afueras de Montevideo, compartiendo con sus perros criollos —como los llamaríamos en Colombia—, y andando en un carro modesto. Tampoco aceptó, como todos sabemos, vivir en el Palacio Presidencial.
Pepe Mujica me hace recordar algo que decía Rabindranath Tagore: las cosas materiales pueden ejercer tiranía sobre nosotros. Tal vez todos anhelamos tener cosas, acumular, pero no nos damos cuenta de que esas cosas nos esclavizan. Porque si las tenemos, entonces debemos usarlas, cuidarlas, mantenerlas, preocuparnos por ellas. Y ahí se nos va la vida. Esa es la verdadera tiranía.
Ahora que Pepe Mujica no está, nos quedan muchos vacíos. Parece que esos reyes filósofos —filósofos en el sentido de vivir con coherencia entre lo que se dice y lo que se hace— están desapareciendo. En cambio, cada vez tenemos liderazgos más centrados en el egoísmo, en la vanagloria y en la falta de humanidad.
¡Gracias, Pepe Mujica! Que vengan más como tú.
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