
“Para que todos los días sean Navidad, para que todo sea un solo corazón”. El verso, extraído de una de tantas canciones que inundan diciembre, precisa el ideal de esta época: unión, amor, generosidad y encuentro. Sin embargo, basta con observar un poco más allá para descubrir que la Navidad, lejos de ser una experiencia de tradición y luminosa, está atravesada por una profunda ambigüedad emocional, social y cultural.
Esta reflexión podría parecer una afrenta a una fecha entrañable para muchos, pero no pretende juzgar ni deslegitimar las prácticas navideñas. Por el contrario, busca detenerse en sus implicaciones. La Navidad se ha convertido, en gran medida, en un escenario donde confluyen expectativas afectivas desbordadas y exigencias comerciales que maquillan de felicidad obligatoria un consumo excesivo y, en muchos casos, un uso desmedido del licor, como si fueran el pretexto perfecto para exorcizar todo lo acumulado durante el año.
La causa de esta tensión es clara: una festividad originalmente asociada al recogimiento, la solidaridad y el vínculo humano ha sido progresivamente absorbida por la lógica del mercado. La consecuencia también lo es: la felicidad deja de ser una vivencia íntima y se transforma en un mandato social. En diciembre no basta con estar; hay que celebrar, reunirse, regalar, sonreír. A veces pareciera que la tristeza, el cansancio o la soledad no tuvieran permiso de existir en estas fechas y es algo frustrante para quienes no comulgan con este ideal.
Diversos estudios respaldan esta incongruencia. Según datos de la Organización Mundial de la Salud (2024), el consumo de alcohol aumenta entre un 20 % y un 30 % durante las festividades de fin de año en muchos países, lo que se deduce en un incremento de accidentes de tránsito, conflictos intrafamiliares y afectaciones a la salud mental. A ello se suma el gasto desmedido en los hogares de compras para los regalos, comida y viajes, lo cual, en muchos casos, incrementa el endeudamiento de los consumidores. La Navidad, entonces, no solo deja recuerdos, sino también facturas emocionales y económicas.
El filósofo contemporáneo Byung-Chul Han, propone que vivimos en una sociedad del rendimiento y la positividad, donde incluso la felicidad se convierte en una obligación. Esta fecha encaja perfectamente en este ideal: hay que estar bien, sonreír para los demás –porque de no hacerlo eres el amargado de la fiesta-, compartir, agradecer, aunque por dentro se experimente duelo, agotamiento o rompimientos familiares. La imposición de esta ambigua felicidad termina silenciando emociones legítimas y profundizando la sensación de aislamiento de quienes no encajan en el relato festivo dominante.
En este sentido, la Navidad se asemeja a una vitrina sensacionalista: desde afuera todo parece cálido y perfecto, pero al acercarse se percibe el vidrio frío que separa la imagen del contacto real. Se exhibe el ideal del “hogar feliz”, mientras muchas personas viven esta época desde la ausencia, el conflicto o la pobreza.
No se trata de renunciar a la celebración ni de despojar a la Navidad de su representación, sino de recuperar su sentido. Tal vez la pregunta no sea cómo celebrar mejor, sino con qué intención hay para celebrarlo. Tal vez el desafío consista en permitirnos una Navidad más honesta y sencilla, donde el encuentro no sea una obligación, el consumo no sustituya el afecto y sobre todo, permitir que los que no encajan en esta dinámica sean libres de “ser” con lo que ello implique, sin el disfraz de la felicidad impuesta.
Si la consigna es que “todos los días sean Navidad”, quizá el primer paso sea reconocer su ambigüedad y atrevernos a vivirla con mayor conciencia, porque solo cuando se despoja de la apariencia, el corazón —ese del que hablan las canciones navideñas— puede volver a ocupar el centro.
La entrada La ambigüedad de la Navidad. Fachada y corazón – María Teresa Gómez #Columnista7días se publicó primero en Boyacá 7 Días.



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